lunes, 14 de febrero de 2011

España: Los límites de la interculturalidad


Por José Rafael Sáenz March*
14 de febrero, 2011.- España siempre ha sido multicultural, lo cual no significa que haya sido, ni sea, intercultural. Multiculturalidad e interculturalidad no son conceptos sinónimos, aunque muchos, incluso algún «especialista», los confundan.
La talla sociológica, antropológica, pedagógica, política y ética de la interculturalidad dista tanto de la multiculturalidad como un sistema sanitario de una epidemia. La interculturalidad es una manera de vivir la diversidad cultural mucho más exigente que la mera coexistencia multicultural. El prefijo «inter» nos da la clave. «Multi» sólo significa «muchos» o «varios», pero «inter» implica interrelación, reciprocidad.
La interculturalidad requiere el respeto mutuo, pero también exige la convivencia constructiva y la cooperación de todos.
Una sociedad intercultural no obliga a nadie, nativo o extranjero, a renunciar a sus esquemas culturales y reemplazarlos por los de la sociedad receptora o los de la cultura en ella dominante (asimilacionismo). Tampoco consiste sólo en admitir en un territorio la presencia de grupos culturales diversos, aislándolos en guetos o condenándolos a ser ciudadanos de tercera (segregacionismo). Menos aún se trata de alcanzar una síntesis de culturas -ni siquiera entresacando «lo mejor» de cada una- para construir una «monoculturalidad», una cultura única universal (sincretismo).
El sincretismo cultural que pretenden implantar ciertos grupos o corrientes, como la masonería o la ‘new age’, son rodillos aplastadores de las diferencias culturales, de la gran riqueza que supone la diversidad cultural humana. Son formas de globalización descarada e indeseable que, paradójicamente, no son criticadas por los grupos anti-globalización, sólo preocupados por la también indeseable colonización cultural mundial, por el «estilo de vida norteamericano». Cada ser humano es único e irrepetible. Tan valiosa es nuestra igualdad como nuestra diversidad.
Una sociedad intercultural debe detectar y rechazar los prejuicios y estereotipos culturales y evitar el racismo y la xenofobia. Además, la interculturalidad exige que los distintos grupos culturales se relacionen entre sí con toda normalidad, más allá de la mera coexistencia pacífica, que exista una comunicación fluida entre ellos, que sean capaces de negociar objetivos comunes y perseguirlos juntos, y que la diversidad cultural, lejos de ser una dificultad social, se acepte como una riqueza humana de la que todos pueden beneficiarse si media la humildad y la buena voluntad.
La «tolerancia» se propone como un valor estelar de la democracia y de la interculturalidad, pero en ella está precisamente uno de los puntos en los que topamos con los límites que dan título a este artículo. Desde hace unos años, el hipertrofiado valor de la tolerancia ha tenido que ser «reajustado» con la aparición de numerosas «tolerancias cero», como las relativas a la violencia. No podía ser de otra forma, pues no todo es tolerable. En una democracia, cada uno puede pensar lo que quiera, pero de ninguna forma puede hacer lo que le venga en gana.
En los regímenes verdaderamente democráticos, debe existir la libertad de pensamiento y de expresión, pero igualmente necesitan unas normas estrictas para asegurar su propia esencia, para que los derechos y libertades de todos estén garantizados y no puedan ser aplastados por nada ni por nadie.
La democracia requiere imponer algunos implacables límites a la libertad. La libertad individual acaba exactamente en el punto donde resulta amenazada la libertad y los derechos del otro.
Un gigantesco logro de la sociedad noroccidental es haber conseguido consensuar y redactar una Declaración Universal de los Derechos Humanos que recoge el mejor sentir ético de toda una civilización. Los países que se han adherido a ella, como España, han trasladado esos principios a sus Cartas Magnas, como es el caso de la Constitución Española. Estos son los marcos normativos irrenunciables que deben presidir la convivencia social y la actividad política.
También la interculturalidad tiene límites, pues no toda costumbre o práctica puede ser aceptada y consentida, por muy propia que sea de ciertos grupos culturales. Por desgracia, siempre aparecen posturas extremistas, en casi todos los asuntos humanos, que sacan de quicio las cosas desde planteamientos ideológicos irracionales. Hay quien se empeña, por ejemplo, en negar todo derecho al inmigrante en igualdad con los de la sociedad receptora. Y en el otro extremo, hay quien justifica toda costumbre cultural, por muy cruel o indeseable que sea, incluyendo ablaciones y lapidaciones.
Pues miren, no, ni lo uno, ni lo otro. La interculturalidad también tiene sus «tolerancias cero», sus límites y sus exigencias, que obligan tanto a la sociedad receptora o mayoritaria, como a las personas y grupos culturalmente diversos que desean vivir en un país democrático. El respeto no es unidireccional, sino recíproco. Todos, sin excepción, sean nativos o extranjeros, mayorías o minorías, deben asumir los derechos humanos. Una sociedad intercultural no exige a nadie que renuncie a su forma de pensar, pero sí que se ajuste en su forma de actuar.
Bienvenido, por tanto, cualquiera que desee compartir nuestra tierra, nuestros fines, nuestras ilusiones, nuestros problemas y nuestro trabajo y respetar nuestros logros éticos, que siglos de historia y mucho esfuerzo y sangre nos han costado construir. Nuestra sociedad está llena de defectos, como todas, y también incumplimos muchas veces los Derechos Humanos de los que tanto hablamos, pero estos siguen siendo el ideal colectivo de humanidad al que queremos llegar y el contexto normativo en el que debemos movernos. Quién no los comparta, ya sabe dónde tiene la puerta.
* José Rafael Sáenz March es licenciado en pedagogía y máster en investigación psicopedagogo de menores y profesor universitario.
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